“Folía de las almas: el Carnaval de muertos en Araguaia ha atraído a decenas de personas interesadas en su festividad. A lo largo de tres días, el río, en la cuenca amazónica, se llena de barcas, canoas y todo tipo de disfraces. Las agrupaciones se dirigen, al son de la música regional, hasta Xambioá, donde, dicen, todas las almas bailan nuevamente…”
Lidia arrugó el trozo de periódico en el bolso, recordando la inquietud que sintió al leer la nota por primera vez. Había investigado por todas partes y la última pista indicaba que su hijo había desaparecido en la lucha armada del Araguaia.
Cuando llegó, el río hervía bajo el sol. Desde el porche del hotel, donde fumaba, se veían las aguas turbias del Araguaia salpicadas de lanchas cargadas de gente. Banderines adornaban los cascos; en las cubiertas, los grupos saltaban, disfrazados de animales, de monstruos, de payasos. Cada bote representaba una familia de disfraces, una canción, un estilo de folía.
Con cada bocanada, se preguntaba si Antonio había pasado por esas aguas, si había viajado en esos barcos o si se había escondido en la foresta alrededor. Aún podía ver su fantasma en las noches insomnes: la mirada húmeda, el pecho agitado, la piel azulada de donde brotaba agua ininterrumpida.
Ahora que murió su marido le quedó el peso de la única pregunta que movilizaba todas sus energías: ¿Dónde estaba su niño? Quizá moriría sin respuestas, incapaz de superar el abismo de su pecho, cansada de caminar por el país tras el rastro de la muerte.
Había encontrado tanta gente en este camino. Con cada osario encontrado, surgían nuevas familias con rostros parecidos e historias similares. Padres y madres de jóvenes desaparecidos por la dictadura de Médici seguían los mismos caminos para averiguar cómo habían partido los suyos, si sus cuerpos estaban en cementerios perdidos, en zanjas clandestinas o bajo el agua. Personas embrujadas que esperarían durante muchos años para identificar los restos encontrados.
Un acordeón sonaba y un grupo de jóvenes se sumergía en el Araguaia, entre risas. En cada joven vio a su hijo. Debió retener a Antonio aquella noche, cuando entró a casa aterrorizado, pidiendo dinero, diciendo que tendría que desaparecer. Debería haberlo abrazado, protegido, como lo haría una verdadera madre, pero solo le gritó, pensando que eran simplemente tonterías juveniles. Brasil podía esperar, ¿no? Pero Antonio no… Antonio era imparable… desde pequeño, cuando quería traer a casa a todos los perros callejeros.
Al principio le pareció una locura, pero ahora que pensaba estar enloqueciendo, parecía tener sentido. Aun así, no participó en las fiestas. Solamente el Miércoles de Ceniza, abordó una lancha con los demás turistas para cruzar el río.
Esta vez, sin embargo, no hubo risas, ni cantos; los panderos dormían recogidos en sus manos, un violín lloraba al fondo, recordando que el carnaval llegaba a su fin. Hombres disfrazados, inertes, reunidos en las barcas, formaban el séquito de la procesión fluvial.
Cuando llegaron a Xambioá ya era final de la tarde. Otros barcos estaban anclados, casi pegados entre sí. A medida que la oscuridad se espesaba, el río resplandecía. Por las aguas templadas, velas en cuencos fueron arrojadas al río, dorando su lecho. Ni el viento osaba borrarlas.
El capitán del barco pidió la palabra:
—-¡Entreguen una foto de su ser querido!.
Todos rebuscaron en sus bolsas. Lidia, sin saber en detalle lo que ocurriría, recordó que tenía una foto de tres por cuatro de su hijo en la cartera. Se lo entregó a uno de los encargados, mientras el capitán proseguía:
—-Es sabido que esta es la única forma de encontrar a un hombre ahogado. El camino que recorre una vela en el río es el mismo que recorre un cuerpo bajo el agua. Si se detiene, encontró su alma. ¡Buena folía!.
Entonces, empezó como el eco de un sueño. Una voz solitaria cantaba, a la que se sumaban otras voces que engrosaban la melodía. Un suave tamborileo emanaba de los botes y la impresión era que provenía del fondo del río. Lidia vio, en ese momento, a los enmascarados de todos los barcos removiendo sus manos, despertando tambores, cuicas, violines y violas.
Fuegos artificiales retumbaron, destellando un cielo ya oscuro. Al mismo tiempo, figuras de animales corrían por todas las cubiertas, cruzando embarcaciones vecinas, gruñendo, persiguiéndose unas a otras, reverberando la orquesta familiar de la foresta. Lidia no conocía ese ritmo. Pensaba que el carnaval era samba, axé o frevo por todos lados, pero aquel era un compás diferente, ejecutado al ritmo de los latidos del corazón.
Las rodadas del Retumbão comenzaron a surgir. Alrededor, los bailarines golpeaban el suelo con los pies, girando gruesas faldas que llegaban al suelo; los hombres, vestidos de blanco, daban vueltas sobre sus pies, llevando sombreros con cintas ondulantes. Lidia sólo esperaba un ritual sesudo, ya que se trataba de la muerte. Encontró, sin embargo, una fiesta.
Entraron así a la madrugada. Un río Araguaia iluminado, como si decenas de luciérnagas cruzaran la negrura de sus aguas. Un vendaval sacudió los cascos de los barcos cuando vieron el destello. El tambor resonaba de fondo, los cuerpos bailaban, pero Lidia y otros que estaban allí por primera vez no podían apartar la vista de las velas inmóviles y los barcos luminosos que venían de todas partes, emergiendo del río: un ejército de gente incandescente.
Luego, cada familiar reconocía a su difunto. Los rasgos del rostro, la forma de caminar, los gestos eran los mismos que cuando pertenecían al mundo de los vivos. Vinieron navegando sobre las aguas, hechos de luz y de memoria. Algunos gritaron sus nombres, rieron, dieron gracias al cielo, anhelantes de que el Carnaval durara para siempre.
Lidia buscaba a Antonio entre los barcos fantasma. El joven resplandecía intensamente, como una estrella. Solo hasta que su vista se acostumbró al resplandor, sus ojos se encontraron. Pensó en su marido, en los muertos del Araguaia, en el coraje de su hijo, en la crueldad de sus verdugos. La pregunta de toda una vida respondida en un día de juerga que pedía más que lágrimas.
Lidia bailó.