Para Melissa
Cuando Anthony Hopkins, el actor de The Silence of the Lambs, era todavía un desconocido, le ofrecieron un papel en la película The girl from Petrovka, basada en la novela del mismo nombre.
Hopkins buscó la novela en muchas librerías de Londres, pero, al parecer, el libro estaba agotado y no lo encontró, así que se dispuso a regresar a su casa en tren. Mientras esperaba sentado en la estación, observó que alguien había dejado olvidado algo en una de las bancas. Al acercarse descubrió que era el libro que tanto había buscado.
Pero la historia no termina aquí.
Cuando el autor del libro y Hopkins se conocieron, el primero le comentó que no le quedaba siquiera una copia de su obra, pues la última, con sus notas al margen escritas a mano, la había prestado a un amigo hacía muchos años en Nueva York y este la había extraviado. Hopkins mostró el ejemplar hallado en la estación de trenes en Londres y resultó ser el libro perdido del escritor.
No sé si es el color de la tarde, o la manera de ir y venir que tiene la falda de una mujer de pelo negro y largo, que se dispone a cruzar la calle frente a mí, lo que me ha hecho recordar esa curiosa anécdota. La mujer pone los ojos en alto, como los santos, y mira hacia el semáforo.
Entonces se enciende en mí otra luz que columpia, entre la verdad y el sueño, un recuerdo: cerca del barrio había un estanque donde yo solía ir a tirar piedras. El estanque era un agua en reposo, lenta y caliente, olía igual a la tierra que lavaba. A veces iba allí con Juliana, una vecina rubia como naranja madura, que tenía por ojos un par de mariposas aleteando.
Se sentaba en la orilla conmigo y, con la falda recogida, también arrojaba piedras. Ella sabía el nombre de todas las hierbas y me los decía mientras su risa humillaba el canto de los pájaros. Un día, después de haber arrojado muchas piedras, Juliana y yo vimos aparecer la cabeza de un hombre viejo en el estanque. No se había ahogado, era un rostro de otra parte. Nos miró un momento con ternura, sonrió, brilló un instante bajo el sol y se hundió como si jugara a las escondidas.
Ella corrió a refugiarse en mí. No tuve miedo, me sentí fuerte. Juliana era la única flor del fango, tenía el pelo suave y daban ganas de sobarlo. Regresamos al barrio tomados de la mano. Ella se fue a su casa, y yo anduve por ahí, en los corredores y esquinas, pensando en aquel viejo del estanque.
Nunca más hablamos ella y yo sobre el asunto, quizá todo fue un sueño con olor de cosa viva. Al tiempo, ella tuvo que mudarse. Deseé ser pequeño entonces, tan pequeño que siempre me llevara consigo, como un lápiz, un dulce, no lo sé. Encontré en un bolsillo un pequeño frasco de perfume que ella me había dado a guardar, me lo bebí todo, como si con eso pudiera recuperarla. Nunca más la he vuelto a ver.
No sé por qué uno recuerda o recupera determinadas cosas y otras se pierden, borradas o escondidas por una mano ciega y terrible. No sé cómo un libro regresa a su origen después de darle la vuelta a medio mundo, y otras cosas no aparecen jamás, aunque sepamos que no han salido nunca de nuestra propia casa.
Esa mujer allí enfrente, con su falda al viento y yo, somos como dos pasajeros que en la noche coinciden en la misma estación. Ambos esperamos un tren que no sabemos si algún día pasará.