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SmokeLong Quarterly

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Nuestra vorágine

Historia por Arturo Camacho (Lee la entrevista del autor) 14 de junio de 2021

Fotografía de Barthelemy de Mazenod

La familia se remueve en el carro, inquieta, mientras avanza en la oscuridad. El ronroneo del carro hace coro a las ramas que golpean los vidrios y las hojas que los acarician. El verdor que se deshace en la noche evoca formas incomprensibles en sus cabezas, recuerdos del abandono que las ha marcado antes con su hierro, que las marca ahora de nuevo. No hay luna. La preocupación sube el siguiente pico y la familia comienza a discutir de nuevo. Desde el asiento del copiloto surge la misma especulación vaga ¿hace cuánto están buscando?, ¿cómo es posible que el retorno al hogar se haya transformado en esto? Piensan en su perra, más que pensar, gritan, se gritan entre sí y gritan también hacia afuera, llamándola. Duna o Asuki está perdida, podría haber sido cualquiera de las dos. Lo saben porque un pelaje amarillo se cruzó en la noche del camino destapado y luego volvió a sumergirse en la espesura. El carro frenó con un golpe seco sin otros gemidos que los de la propia familia. Después de esto, las luciérnagas ocasionales les parecen ojos suplicantes, y los reflejos amarillos en la maleza del poste que han puesto los vecinos, les parecen más pelajes desérticos. Las ventanas comienzan a empañarse. El conductor, que es también el padre, frunce su cara al principio con fuerza hasta dejar de sentirla. Sus manos se agotan y las despega lentamente, primero una y luego la otra, del timón. El carro aminora aún más su marcha titubeante, las llantas dejan de hacer crujir las piedras del camino hasta que el padre gira su cabeza, cansado como está de mirar por el retrovisor, hacia el resto de la familia. Los grillos afuera y su desesperación adentro se debaten en silencio unos minutos. Durante esos minutos se palpa una tensión verde húmeda. El padre confiesa su impotencia y, en un gesto extrañamente ágil, balbucea algo a la vez que abre la puerta, sale y se interna en la montaña llamando a la perra. Un par de hojas de plátano se balancean en la oscuridad despidiéndolo antes de que se pierda de vista. Los grillos y las luciérnagas lo reciben en su seno.

Vuelve a reinar el silencio vegetal: la madre cruza del asiento del copiloto al timón y prosigue por el camino hacia el hogar. Crujen de nuevo las piedras como susurros, como rumoreando las desapariciones entre ellas. La ausencia ahora es mayor y lo que queda de la familia permanece en silencio. De alguna manera, a pesar del vacío, entienden por qué el padre se ha ido y entender transforma la atmósfera del carro. El camino hacia la casa se hace más corto. Tras pasar el portón de madera la oscuridad se abre en bienvenida, la asfixia e incertidumbre de la familia se alivianan: entran en la danza de la rutina. La perra perdida es Duna, las demás las reciben con la lengua afuera y los ojos inquisidores. Las partes restantes de la familia bailan olvidadas: abren el baúl del carro para sacar lo que llevan, abren la puerta de madera gruesa de la casa, abren sus chaquetas para quitárselas, las cortinas de los cuartos para el cielo estrellado, sus brazos para saludar la casa sembrada en la noche, los fogones de la cocina para preparar un té.

Descansadas de los escombros del viaje, se reúnen en el taller del piso de abajo. Observan las estrellas en la infinidad a través del ventanal. Se dan el permiso de recordar. Recuerdan el pelaje de la perra que ya no está, la calvicie del padre, la seguridad de estar todas juntas, el sopor cotidiano desaparecido. Tras el recuerdo, se someten a una incertidumbre distinta, más firme. La pueden franquear con resignación mientras pasan las horas porque se tienen entre ellas y, en la inmensidad del afuera, aunque perdidas, el padre y la perra y la montaña también se tienen.

Prontas ya a llorar a chorros en un abrazo grupal, el viento les trae de repente la risa del padre entre hojas de plátano. Lo ven llegar a través del ventanal, viene montado en la perra mientras ríe como un vaquero envejecido. Se quita y se pone un sombrero invisible, está cubierto de cadillos, lodo y raíces. La perra saliva con su lengua afuera y sus ojos dorados, aúlla al llegar. La familia, separada por el vidrio unos instantes, se observa mutuamente. Va a llover.

Sobre el autor

Arturo Camacho (Bogotá, 1996) nació a los seis meses y medio de embarazo luego de una pelea entre sus padres y unas enfermeras lo cuidaron en una incubadora de vidrio. Pasó su infancia en el campo cerca de la ciudad en medio de perros y gatos que han muerto a lo largo de los años y recuerda cuando menos los espera. Luego vivió en la congelada capital del país donde se licenció en Letras. Ahora pasa su tiempo, como siempre lo ha hecho, entre videojuegos, hombres e historias, en las planicies de Iowa donde termina un MFA de escritura creativa en español.

Sobre el artista

Barthelemy de Mazenod is a photographer from Paris, France.

Esta historia apareció en SmokeLong en Español — Número Uno de SmokeLong Quarterly.
SmokeLong Quarterly SmokeLong en Español — Número Uno
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