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SmokeLong Quarterly

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De la puerta para adentro

Historia por M. Cecilia de la Vega (Lee la entrevista de la autora) 13 de junio de 2022

Arte por Ye Jinghan

—Quién hubiera dicho que se iba a ir tan calladita, ¿no? —comenta el tío Humberto, concentrado en distribuir una gruesa capa de mermelada sobre su tostada.

—¡Lo único que faltaba era que la vieja se fuera cantando una polka! —contesta la tía Rosa, que todavía no le perdona a su madre haberse muerto con un gesto sosegado que nunca le conocieron en vida.

—Cuando volvimos del sepelio, tuve miedo de encontrarla parada en la puerta, en esa pose tan de ella: brazos cruzados, cara de traste, lista para saltarnos encima por llegar tarde —agrega el tío Alberto, que desde el fallecimiento de su madre vuelve a casa de madrugada y se levanta a la hora del almuerzo para comer los suculentos platos que prepara su hermana menor.

La tía Herminia ha tomado el lugar de su madre en la cocina. La cerda, como le decía Doña Paca, deshonra la memoria de su madre llevando a la mesa calóricos manjares que distan en proporciones astronómicas de las comidas magras y frugales –por no decir insulsas y escasas– que la anciana acostumbraba preparar.

—Por la gente que fue al cementerio, ¿no se podría decir que la vieja tuviera muchas amistades? ¿no? —continúa el tío Humberto en un tono mucho más suave y afectado del que se le ha escuchado jamás. El dedo meñique, ostensiblemente levantado al llevarse la taza a los labios. Sus modos, más delicados que nunca. ¡Marica! hubiera espetado su madre.

—¿Qué amistades podía tener esa vieja infame? —responde la tía Rosa—. Si lo único que hacía era espantar a la gente.

Todos saben por quién lo dice. Urbano Russo, el único hombre que alguna vez la pretendió, y a quien su madre despachó sin permitirle siquiera un minuto en el zaguán. Extranjero, espíritu libre y sin un centavo. Mucho más –o mucho menos– de lo que Doña Paca podía permitir.

—Otra vez te pusiste esa falda que mamá detestaba —comenta el tío Humberto mientras levanta el vuelo del mantel y descubre las rodillas huesudas de la tía Rosa.

—¡No lastima a nadie mostrar un poco las piernas! —responde acalorada la tía Rosa y cambia de tema— ¿Dónde está Conrado? Desde que mamá murió, este chico se vive escabullendo.

—¡No lo molestes, pobre infeliz! Ya bastante se aguantó a su abuela todos estos años —se detiene la Tía Herminia y luego agrega—: ¿En qué pensaba Lucía cuando se fue y dejó a su hijo con una bruja como la Paca? —pregunta indignada.

—Fue el precio que pagó para salir de esta casa —contesta el tío Alberto—. Al menos tuvo con qué negociar —agrega pensativo y acaricia las partituras que ahora lo acompañan siempre.

—Papá también nos dejó —dice la tía Herminia.

—El suicidio no cuenta —responde el tío Alberto y, ante las cejas en arco de su hermano y las miradas reprobatorias de sus hermanas, prosigue—, porque eso fue lo que hizo el viejo al quedarse con la Paca. No se murió de un infarto. No, señor. La angustia lo mató. Ella lo mató.

—¡Papá se quedó por nosotros! —exclama llorosa la tía Herminia.

—¡Papá se quedó por cobarde! —retruca el tío Humberto—. Le tenía terror a la Paca y jamás se hubiera atrevido a enfrentarla, ni en su nombre, ni en el nuestro —concluye en tono irreverente mientras unta, generoso, otra tostada con mermelada.

—¡Conrado, a desayunar! —grita la tía Rosa.

—Salió temprano esta mañana. Fue a la estación, creo —dice la tía Herminia—. Está metido en su habitación desde que volvió. Este chico ya no es el mismo desde que la Paca murió.

 

Conrado no para de abrir y cerrar cajones.

—Deme un pasaje al destino más alejado le había dicho al empleado de la boletería y, antes de que el hombre abriera la boca, agregó suplicante—: ¡Y no me diga adónde es!

Tiene la esperanza de que, si él no lo sabe, su abuela no pueda averiguarlo. Conrado es el único que la ve. Y allí está, parada en la puerta de la habitación, cada vez más encorvada, observando cómo las pertenencias del joven desaparecen en una valija rotosa. Es una mirada de reproche, pero sin maldad, o eso quiere creer Conrado.

Diferente es cuando deambula por el comedor con la familia reunida. Escucha lo que dicen y, cuando hablan de ella, acerca su cara azulada a los interlocutores hasta casi tocarlos. Con dedos retorcidos, llega a rozar las partituras del tío Alberto o las fuentes de la tía Herminia. Se mueve lentamente, sin perder detalle. Escruta la vestimenta de la tía Rosa, o los modos refinados del tío Humberto, y mueve la cabeza, negando con desprecio. Cada tanto lo mira a él, su único nieto, en busca de complicidad. El joven se limita a mirarla.

Día tras día, es testigo de cómo el espectro de Doña Paca se corrompe cada vez más y, paradójicamente, adquiere más poder. Cuesta reconocerla bajo esa mata de pelo greñudo. De su cuerpo, antes vigoroso, sólo queda una capa delgada de carne tumefacta que cuelga de sus miembros nudosos como ramas viejas. Él fue testigo de cómo una mañana, con mano desafiante, tumbó una lámpara cuando la llamaron vieja avara. Todos lo adjudicaron al viento. Todos menos él. Ese día supo que debía irse.

Conrado levanta la valija y pasa junto a su abuela. Se aparta cuanto puede, no la mira. Siente sus ojos huecos clavados en la nuca. Cruza el comedor ante la mirada alelada de sus tíos y se dirige a la puerta.

—Como rata por tirante —le escucha decir al tío Alberto cuando traspone el umbral.

Percibe cómo su abuela lo sigue y se detiene en la puerta apenas él alcanza la calle. El joven respira hondo y, cuando está a punto de cruzar, siente un portazo. Gira y la figura horrorosa ya no está.

Como decía la abuela: los asuntos de familia se arreglan de la puerta para adentro, piensa mientras se aleja.

Sobre la autora

M. Cecilia de la Vega es traductora de inglés y tiene una maestría en Traductología. Se desempeña como profesora de Traducción Literaria y de Introducción a la Traductología en la Facultad de Lenguas de la Universidad Nacional de Córdoba. Coordina el equipo de traducción Susurros Chinos y gestiona proyectos editoriales y de traducción literaria. Lee y escribe, escribe y lee, la mayor parte del tiempo. Vive en las sierras de Córdoba junto a su esposo y sus tres hijos adolescentes. Le encantan los libros y las plantas. Sale a correr cada vez que puede y disfruta de las actividades al aire libre.

Sobre la artista

Ye Jinghan es una fotógrafa de Shanghai.

Esta historia apareció en SmokeLong en Español–Número Cinco de SmokeLong Quarterly.
SmokeLong Quarterly SmokeLong en Español–Número Cinco
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